Democracia delegativa vs. democracia liberal en América Latina

Maxwell A. Cameron
27 de febrero de 2013

Nelson Manrique ha tocado un nervio con una columna reciente. La reelección de Correa y Chávez es un dilema para los analistas que han categorizado a estos líderes como  autócratas, al igual que con la reelección de Evo Morales y Cristina Kirchner. Los llamados «izquierdistas malos» – en el argot  de Jorge Castañeda – han demostrado ser muy populares. Las respuestas a esta columna han venido de Steve Levitsky, Martín Tanaka, Eduardo Dargent, entre otros. Estoy citado por Tanaka, por lo que me inclino a añadir algunas reflexiones.

Quizás Manrique no debería haber basado su argumento  tan enérgicamente en datos de encuestas sobre las actitudes hacia la democracia, ya que todos sabemos que los mismos datos mostraron la popularidad de Fujimori en la década de 1990. La democracia no es sólo un concurso de popularidad. Pero hay más razones de fondo para el éxito de los gobiernos cuyas credenciales democráticas han sido cuestionados.

En primer lugar ha gobernado, en general, bien en comparación con los gobiernos que les precedieron inmediatamente. ¿Quién puede olvidar el caos que siguió a la renuncia de De la Rúa en Argentina? ¿O el impase catastrófico en Bolivia a mediados de la década pasada? ¿Y alguien piensa seriamente que cualquiera de los líderes de Ecuador en los últimos 15 años puede igualarse a Correa?  ¿O que Chávez no ha gobernado de la forma que Caldera o Andrés Pérez? Nos olvidamos de que estos países pasaron por serias crisis antes de que sus actuales gobiernos los pongan de nuevo en rumbo.

Y no se trata sólo que hayan restaurado un sentido de orden, un sentido de que un futuro mejor es posible. Ellos han gobernado, en contraste con los extraordinariamente insensibles gobiernos neoliberales que les precedieron, con la única preocupación de mostrar los resultados para la mayoría de la población. Llámenlo clientelismo o compra de votos, si se quiere, pero todos ellos han tratado de redistribuir la riqueza en beneficio de las mayorías marginadas.

Y no sólo la riqueza, sino también el poder. Han experimentado con un  notable repertorio de reformas participativas nuevas, desde los consejos comunales y presupuestos participativos a la autonomía indígena y, por supuesto, las consultas plebiscitarias. Estos mecanismos institucionalizados de participación popular han dado a los ciudadanos una participación en el orden político, y en algunos casos les han dado poder en relación con la burocracia. Acabo de editar un libro sobre este tema, New Institutions of Participatory Democracy: Voice and Consequence (Palgrave Macmillan, 2012),en el que participan Eric Hershberg, Ken Sharpe y un gran grupo de académicos de todo el hemisferio.

Estos gobiernos no sólo han experimentado con nuevas formas de participación democrática, se han evitado en gran medida los tipos de abusos generalizados y sistemáticos de los derechos que caracterizaron a los gobiernos autoritarios del pasado, incluido el régimen de Fujimori. Comparar a Chávez y Fujimori en estos términos, por no hablar de Ecuador y Bolivia, es una exageración grave y anacrónica. También sería una exageración comparar a ninguna de las elecciones que se han celebrado en Venezuela, Ecuador, Perú o Argentina con las elecciones peruanas de 2000.  Ninguno de estos países ha experimentado un autogolpe. En todos los casos la reforma constitucional ha sido promovida por medios electorales (aunque plebiscitaria).

Simplemente no hay razón válida para excluir a estos países del conjunto de los regímenes democráticos en la región. Hay, sin embargo, razones suficientes para excluirlos del conjunto de las democracias liberales. Y este es el meollo de la disputa entre Manrique y sus críticos. El problema con el uso liberalismo como la línea de base normativa es que implica que sólo existe un tipo de régimen democrático. Esto no deja ver a los analistas las razones del éxito de las democracias delegativas que observamos hoy en la región.

El liberalismo busca vigilar el poder del Estado, pero los líderes como Chávez y Correa quieren que el Estado sea más activo (redistribuya la riqueza, por ejemplo), y por eso sus seguidores los apoyan. En América Latina, la tiranía de la mayoría nunca ha sido el problema central. Es la tiranía de las minorías poderosas – grupos de poder económico, medios de comunicación, las fuerzas armadas, y así sucesivamente – lo que impide el cambio social exigido por las mayorías.

Del mismo modo, el liberalismo ofrece una visión pasiva de la ciudadanía. La democracia consiste en votar. Entre elecciones, los ciudadanos deben ser libres de perseguir sus intereses privados. Sin embargo, los nuevos mecanismos de participación de la región aprovechan una capacidad colectiva de autogobierno que supera las instituciones del liberalismo.

Permítanme ser claro: no me gusta la forma en que el poder se ha concentrado en la rama ejecutiva del gobierno en Venezuela, Ecuador, Bolivia y Argentina. Me gustaría ver  legislaturas fuertes y tribunales independientes que representen y protejan los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos de estos países. Pero tenemos que incluir las formas de gobierno más democráticas en los términos que son más persuasivos a los ciudadanos de la región.

Podemos comenzar con el argumento de que, a la larga, la legislatura sumisa y los tribunales politizados  se convierten en obstáculos para la efectiva autonomía. Una de las grandes ideas de Guillermo O’Donnell en su famoso artículo sobre la democracia delegativa fue que el líder, aparentemente todopoderoso, rápidamente se vuelve impotente en tanto las instituciones de autogobierno son erosionadas por las tendencias plebiscitarias inherentes a las democracias en las que la participación masiva excede a las capacidades de un Estado de derecho. En un próximo libro sostengo que la separación de poderes no hacer que los Estados  sean débiles,  los hace más poderosos. Aumenta la capacidad del Estado en general mediante la movilización de recursos en la sociedad para la acción colectiva con el objetivo de lograr fines socialmente deseados por medios legales legítimos. (Strong Constitutions. Social-Cognitive Origins of the Separation of Powers. Oxford University Press, 2013).

Después de todo, el denominador común de cada uno de los países en cuestión es que en ninguno de ellos tiene una oposición que haya sido capaz de articular una alternativa atractiva. Politólogos, ¡manos a la obra! Nuestro trabajo consiste en imaginar una gama más amplia de tipos de democracia posibles en las que el constitucionalismo, el Estado de Derecho, los derechos y libertades fundamentales, y la participación plena y activa confluyan de manera que se refuerzan mutuamente para que sea posile alcanzar colectivamente un futuro mejor para nuestros hijos y nuestro planeta.

* La Asociación Civil Politai agradece a Maxwell A. Cameron (Universidad de British Columbia) por publicar su comentario en este medio. La Asociación no comparte necesariamente las opiniones del autor.