Gonzalo Gamio Gehri*
1.- La perspectiva de un sombrío bicentenario. Nuestra crisis política y el peligro de la oclocracia.
A dos semanas de cumplir doscientos años de vida republicana, la situación del Perú no resulta auspiciosa. Estamos sumidos en una todavía aguda crisis sanitaria y estamos enfrentando una severa crisis económica. Una “clase política” mayoritariamente mediocre e inescrupulosa nos ha llevado a una corrosiva crisis política que se inició con el “golpe parlamentario” de noviembre y que ha desembocado en la dramática segunda vuelta de junio. Keiko Fujimori ha señalado públicamente que finalmente no reconocerá la victoria de Pedro Castillo; se trata de una actitud condenable que perjudica seriamente a nuestro país y lesiona su sistema político. Ella ha intentado capitanear un movimiento beligerante de extrema derecha que se ha propuesto repudiar el resultado electoral enarbolando un discurso violento y excluyente. Los fujimoristas y sus aliados han proclamado por doquier el retorcido y contradictorio lema “defendamos la democracia: desconozcamos las elecciones”.
La segunda vuelta electoral nos ha llevado a un escenario de polarización entre dos extremos ideológicos, marcados ambos por la presencia del populismo y de una pronunciada mentalidad autoritaria que pone en riesgo lo poco de democracia liberal que nos queda. En más de un sentido, las propuestas de Fujimori y de Castillo podían ser sindicadas como “antisistema”. El denominado “centro político” –otrora decisivo en períodos electorales- se vio sobrepasado por ofertas políticas más radicales; las candidaturas de Fuerza Popular y Perú Libre obtuvieron una ligera ventaja sobre sus rivales, pero eso les bastó para disputarse la Presidencia de la República. Muchos ciudadanos nos sentimos desconcertados ante el conflicto trágico que nos planteaba el escenario del 6 de junio, pues discernir el menor de los males en pugna se convirtió en una tarea sumamente difícil.
La victoria de Pedro Castillo se explica a partir de la sistemática exclusión de un sector importante del país (provinciano y rural) respecto del disfrute de los beneficios que trajo la engañosa prosperidad de las dos últimas décadas. Los peruanos no hemos estado a la altura de forjar un genuino proyecto republicano que edifique una sociedad de ciudadanos libres e iguales. No hemos logrado que una mayoría de peruanos –en particular los más vulnerables- pudiera acceder en condiciones de equidad a las libertades y los derechos que constituyen el sistema democrático-liberal y sostienen una economía de mercado. El éxito de esta tarea no es una responsabilidad que corresponde a las élites; ella alcanza a la ciudadanía entera.
Tanto Fujimori como Castillo se han comprometido públicamente a respetar los principios y valores públicos democráticos. Antes de la segunda vuelta, suscribieron la Proclama Ciudadana convocada por diversas instituciones de la sociedad civil. Los ciudadanos tenemos el derecho -así como el deber– de exigir al nuevo Presidente de la República que observe rigurosamente el cumplimiento de cada una de las cláusulas señaladas en dicho documento a la hora de convocar un gabinete y desarrollar un programa de gobierno. Las organizaciones sociales se convierten en instancias de supervisión en esta materia.
La democracia liberal como régimen político está fundada en la construcción -basada en la deliberación- de “una voluntad común bajo la guía de la ley”, para decirlo evocando las palabras de Benjamin Barber[1]. Las reiteradas referencias al “Pueblo”, en ese sentido, resultan imprecisas y cuestionables. El populismo suele presuponer que el “Pueblo” constituye una entidad colectiva homogénea e indivisa, que se expresa a través de una sola voz, cuya validez no siempre se examina en el debate público. La frase latina Vox populi, vox Dei –por ejemplo- asume esa clase de presuposiciones. Se trata de convicciones profundamente problemáticas, que desconocen que la pluralidad de puntos de vista es un rasgo constitutivo de un sistema político libre. Una voluntad común no es una voluntad uniforme. Una auténtica democracia se sostiene en el autogobierno ciudadano.
En una democracia liberal, la ciudadanía se expresa a través de muchas voces que dan cuenta de una diversidad de ideas, propósitos e intereses, a veces antagónicos. En el debate público se formulan y examinan las razones que subyacen a tales ideas, propósitos e intereses. Arribamos a consensos a través de la práctica de la argumentación en el espacio público; la expresión razonada de disensos es, asimismo, el resultado de ese trabajo cívico[2]. La idea de una Vox populi que omite toda referencia a la heterogeneidad de puntos de vista y su discusión no es compatible con las prácticas democráticas. De hecho, todos los tiranos de la historia se han autoproclamado supremos portavoces del “Pueblo”; en su nombre han sofocado toda clase de deliberación pública. Polibio, en sus Historias, nos previene contra el carácter destructivo de la oclocracia, concebida como la tiranía de la muchedumbre[3]. El historiador griego asevera acertadamente que se trata de una perversión de la democracia. Dicho régimen toma forma cuando un líder carismático se vale del descontento de la población para acumular poder y controlar las instituciones. De este modo, se erige como intérprete de las “masas”, proclamando “El Pueblo soy yo”. Como sugiere Polibio, la democracia puede autodestruirse con relativa facilidad. Si los políticos concentran su atención únicamente en el elemento plebiscitario, desdeñando las prácticas deliberativas y desconociendo la “guía de la ley”, producen las condiciones sociales de una situación paradójica. La paradoja consiste es que la voluntad popular puede otorgar legitimidad a las acciones un caudillo que disuelva los procedimientos democráticos y mine la autonomía de las instituciones públicas. Las personas pueden –en reconocimiento de su liderazgo- renunciar silenciosamente al ejercicio de la ciudadanía…sin perder la sonrisa. El abandono de la política se convierte en la antesala de la servidumbre. La Boetie y Tocqueville han descrito rigurosamente este fenómeno que corroe las bases mismas de la libertad política.
2.- El anhelo de una nueva Constitución y el Síndrome de Adán.
La tentación oclocrática no ha estado ausente en la discusión política peruana. De hecho, el recurso a la indeterminada noción de “Pueblo” constituye un motivo permanente en el discurso de las dos organizaciones que han intervenido en la segunda vuelta electoral. La actitud que subyace a estos mensajes lamentablemente refuerza conductas autoritarias que es preciso combatir tanto desde el sistema político como desde las instituciones de la sociedad civil.
La negativa de Keiko Fujimori y de sus seguidores a aceptar los resultados electorales – contraviniendo el juicio de los observadores nacionales e internacionales acerca de la corrección del proceso- es la expresión de la tozudez del sector más conservador de la sociedad frente a la observancia de los procedimientos democráticos más elementales. Hemos escuchado a viejos políticos invocar la formación de una “alianza invencible” entre las Fuerzas Armadas y los civiles, tocando las puertas de los cuarteles y sirviendo la mesa para un eventual golpe de Estado. Hemos visto a grupos de ultraderecha marchar con la cruz de Borgoña en sus banderas. Lo más rancio y antidemocrático de la política criolla está acudiendo al llamado del fujimorismo. En tiempos en los que los ciudadanos deberíamos concentrarnos en el plan político de Pedro Castillo y en la formación del nuevo gobierno, tenemos que distraernos con las fantasías golpistas de los conservadores y su retórica clasista.
El clima de polarización política en el Perú está rozando el umbral de la violencia. No obstante, los grupos políticos que se propusieron llegar al gobierno no han sabido reconocer que quienes votaron por ellos no lo han hecho porque suscribiesen sus programas sin reservas, sino porque pretendían detener el avance de la candidatura rival. Muchos ciudadanos que apoyaron a estas organizaciones estaban más cerca de una agenda moderada; asimismo, no pocos peruanos decidieron no votar por ninguna de las dos opciones. Por ello, las personas que profesan convicciones de centro derecha y de centro izquierda se resisten al tipo de discurso que han defendido en público Keiko Fujimori y Pedro Castillo, pues lo consideran riesgoso para el futuro de la democracia liberal en nuestro país.
Ambos candidatos han profundizado en esta insensata división en el seno de la ciudadanía. Fujimori ha contribuido a agudizar el conflicto con esa reacción nefasta frente a su derrota e instigando veladamente a quebrar el orden legal. Castillo, por su parte, ha insistido en su propuesta de convocar una Asamblea Constituyente a la que se encargaría la redacción de una nueva Carta Magna. Uno no puede evitar preguntarse si este proyecto es realmente oportuno y si es razonable llevarlo a cabo. Estamos en medio de una pandemia y bajo una crisis política que ha escindido el Perú prácticamente en dos mitades. La redacción de una Constitución requiere de un consenso público básico en materia de ciertas necesidades colectivas y derechos, consenso con el que hoy no contamos en absoluto. Este no parece ser un momento constituyente.
La propuesta de redactar una Constitución en lugar de reformar el texto vigente hace que nos movamos en un terreno pantanoso. Significa que tendríamos que ponernos de acuerdo sobre nuestras reglas de coexistencia desde cero, en lugar de modificar algunas normas preservando las columnas básicas del texto. Coincido con quienes piensan que es más razonable dar un paso atrás para plantearnos una discusión previa a la toma de cualquier decisión sobre la materia: debemos examinar juntos si es pertinente reformar parcialmente la Constitución, o si es mejor elaborar otro documento, a la luz de los progresos o retrocesos que haya podido experimentar nuestra sociedad en las últimas décadas[4]. En otras palabras, se trata de debatir si necesitamos o no una nueva Constitución Política.
Sin embargo –hasta donde se sabe-, una facción de Perú Libre estaría reuniendo las firmas para que se convoque a un referéndum y así hacer la consulta a los ciudadanos sin que medie discusión alguna. Esta precipitación puede representar un alto costo para nuestro país desde el punto de vista de la defensa de los derechos humanos básicos. Recordemos que en el Perú de hoy existe una suerte de controvertido “sentido común conservador” en materia de temas morales y sociales: se trata de un enfoque antiliberal que comparten nuestra ultraderecha y nuestra extrema izquierda. Pensemos en temas complejos como la pena de muerte, los derechos de las mujeres y la comunidad LGTBIQ, el cuidado del medio ambiente, las relaciones entre las culturas y las religiones. Pensemos asimismo en la vigencia de los tratados internacionales que el Perú ha suscrito en materia de derechos humanos. Es igualmente importante que nos preguntemos si la vigencia de algunos derechos esenciales podría ponerse en entredicho si se emprende la riesgosa aventura de redactar una nueva Constitución.
¿Queremos retroceder en estas cuestiones esenciales de derechos humanos? Este riesgo político emana de incurrir en el Síndrome de Adán, asumir la cuestionable idea de que lo que vale realmente la pena amerita empezar todo de nuevo. Rehacer el pacto social desde sus propios cimientos. Este no es el “momento kairótico” que los más entusiastas presuponen con cierto dogmatismo. Tenemos problemas más acuciantes que atender y resolver. Estamos en medio de una pandemia y debemos ocuparnos de cuidar de la salud de nuestros compatriotas. La reactivación económica constituye también una prioridad para el país. En general, poner al servicio de los más vulnerables los beneficios de la democracia y de la economía de mercado no requiere de un cambio constitucional. No obstante, si se pretende seguir ese camino, se necesitará lograr legitimidad, una verdadera legitimidad. No solo la legitimidad que es fruto del parecer de un grupo o de una consulta popular, sino también aquella que encuentra su fundamento en una discusión pública genuina.
Referencias bibliográficas
[1] Barber, Benjamin “La cultura de McWorld” en: Rubio-Carracedo, José y José María Rosales (eds.) Suplemento I (1996) «La democracia de los ciudadanos» de Contrastes p. 32.
[2] He examinado este punto en Gamio, Gonzalo El experimento democrático. Reflexiones sobre teoría política y ética cívica Lima, UARM 2021.
[3] Cfr. Polibio. Historias. Libro VI, Capítulo IV.
[4]Consúltese sobre este problema Sánchez Pérez, Jorge “Construir la Constitución” en: El Comercio 19 de noviembre de 2020 https://elcomercio.pe/opinion/colaboradores/construir-la-constitucion-por-jorge-sanchez-perez-noticia/ .
* Gonzalo Gamio Gehri, Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es autor de los libros El experimento democrático. Reflexiones sobre teoría política y ética cívica (2021), Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es autor de diversos ensayos sobre filosofía práctica y temas de justicia y ciudadanía publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas del Perú y de España.